jueves, 10 de abril de 2014

Bizarro

Preso en las mazmorras de un viejo edificio de edad antigua, se esconde el hombre que una vez fue el más agraciado de Dios; devoto y fiel servidor: la fe personificada, tan ilustre como los apóstoles y también igual de ingenuo. Su nombre: Bizarro Golgota Caladrín. Su pecado: servir al dios equivocado.

Eran tiempos de guerras, las manos de los hombres se ensuciaban con excrementos de provincianas y se lavaban con sangre pagana. La ley divina se prodigaba en los feudos a manos llenas, expiando por una pequeña cantidad de porquería dorada. Y allí estaba ella, Belingia, la más hermosa flor de pantano que hubo perfumado las fosas pecaminosas de Bizarro. Los nobles carecían de su título en cuanto a la moral, pero lo aprovechaban para penetrar entre las piernas de sus súbditos. Las mieles que Belingia frotó en el orgullo de Bizarro, lo devolvieron de su camino hacia las cortes celestiales. Fueron noches y días completos en que los hedores se mezclaron con el festín frenético instalado en los aposentos del noble. Nadie opinaba sobre la conducta del amo, ni siquiera lo veían como algo extraño, hasta que un día, la puerta de la habitación principal amaneció destrozada.

Los sirvientes buscaron con temor dentro de los aposentos y lo que hallaron fue el cuerpo carcomido de Belingia, Expuesto al estupor de los presentes que miraban atónitos la escena forzada a permanecer en el techo. El cuerpo desollado de Belingia estaba clavado a la madera con gruesos clavos de fierro. El tinte de su sangre teñía casi toda la superficie superior de la habitación y una leyenda incomprensible se hallaba escrita en las paredes con una tintura marrón que al entender de los sirvientes, era mierda de alguno de los ausentes, porque aunque los restos de Belingia se encontraban en la habitación, no se podía considerar más como una persona.

Seis días pasaron sin que hubiera rastro de Bizarro, y en la madrugada del séptimo día, la primera luz del alba que se introdujo a la casa en desgracia, se posó en los ojos de un muerto viviente. El amo había vuelto. Ningún guardia o sirviente lo escuchó entrar; sin embargo, complaciente con el sueño, descansaba sobre la cama donde días antes copulara a placer con la fallecida. Y abrió sus ojos y encontró sus pertenencias hurtadas por la guardia de la Iglesia, que fueron a testificar lo que los sirvientes juraban había sido obra del inicuo. La furia de Bizarro culminó las desventuras de las mujeres que le vieron en primera instancia. Azotadas por un muerto vuelto a la vida y aterrorizadas de terminar desolladas, los gritos de piedad y oración al altísimo, despertaron a los guardias que aprehendieron a su amo y lo entregaron a la misericordia del Señor. La Inquisición lo recibió con laureles de victoria.

Deliciosas y sádicas torturas (para los inquisidores), se probaron en la carne del perro más fiel de Roma. Su hombría la perdió poco después de que le leyeran las acusaciones, pero no tuvo necesidad de usarla en los días que le precedieron. La confusión lo sobrecogió al entrar en las oscuras catacumbas que aún lo contienen. Y así permanece; oculto a los ojos de los infieles que lo acompañan, porque no fue sentenciado a la horca ni a ninguna otra muerte para salvar su alma. El cardenal que lo interrogó, justificó todos sus procedimientos el séptimo día en que Bizarro fue sometido.

Tres hombres presenciaron el milagro, el exorcismo y el asesinato. El cardenal en persona asistió para conducir las obligaciones; pidió que Bizarro fuera amarrado a una mesa grande de madera, con sus genitales calcinados para que no se desangrara y cada dedo de su cuerpo, molido por las primeras instancias a seguir. Aún así, el hombre de Dios, exigía una explicación para tal vejación e infamia: en nombre de Dios y por su gracia —clamaba. Entonces escuchó aquella voz que lo cimbró y soltó de sus amarras:

—Es tu Señor el que lo manda, haz con los infieles, lo mismo que hiciste con tu hermana, estando en celo.

No sólo Bizarro escuchó aquellas palabras, cada oído en las penumbras de las mazmorras se estremeció al recibir el mandato. El cardenal tomó su crucifijo en mano y lo clavó en el pecho de Bizarro.

—¡Sal de este cuerpo Satanás —gritó el cardenal—, es Dios quien te lo manda!

Las lumbreras se apagaron, y desde las tinieblas emergieron gritos profanos de cerdos mancillados; se azotaban en las paredes de los sótanos y arrastraban todo a su paso como una estampida horrorizada por lo que caminaba entre ellos. Después todo lo cubrió el silencio, y el cardenal que estaba petrificado, sintió una presencia por detrás que lo rodeaba con gruesos brazos cubiertos de vello. Se escuchó la voz de Bizarro, pero con un olor fétido como la supura de un enfermo. El noble dijo:

—Belingia era el nombre de mi hermana, pero yo no sabía que ella lo era hasta la séptima vez que le sangré las piernas. Cada día que lo hicimos encerrados en mi casa, me volvía más agresivo sin que pudiera contener el deseo de poseerla. Ella me confesó que era hija de mi padre y entonces la quise ahorcar, porque no soportaba la idea de que ella fuera de mi sangre. La maldije a gritos y vi su rostro palidecer por la presión de mis manos, pero ella no murió en paz y regresó para castigarme; Sin embargo, padre, no volvió sola.

El cardenal entendió lo que sucedía y quiso actuar como su santo oficio le exigía, pero sus intentos fueron vanos, porque la mano con la que sostenía el crucifijo, era tan pecadora como la parte más vil de Bizarro, aquella que se hundió para hurgar en las entrañas de Belingia de forma antinatural. Se le reconoce el intento y le valió el milagro de su desdicha, porque permanecería vivo para contar esta historia maldita.

—No debe suplicar clemencia, padre. —una voz distinta a la del noble se escapó de la misma boca—. Aún no vengo por usted. Tengo trabajo pendiente y estoy en un asunto que me satisface en este momento.

El padre respondió en un acto de valentía:

—Tú, maldito. ¿Qué has hecho con esta pobre alma?

—No me juzgue, padre. Yo sólo acudí para complacer sus deseos. El muy bastardo la asesinó antes de que yo llegara, lo demás sólo fue un simple juego. Pero me divertí mucho, sabe: fue gracioso verlo correr por todo el techo queriendo escapar de ella. Lo hice comer de su cuerpo, creyendo que así se desharía de su crimen. Sin embargo, yo no soy quien hace las reglas. Y este bastardo ya tenía una cuenta muy larga, pero no tanto como la de usted…

La voz se esfumó dejando su eco maldito en la mente del cardenal. La locura no le tuvo piedad y lo dejó cuerdo para ver el cuerpo desvanecido de Bizarro, aún amarrado a la mesa, y todos los ayudantes asesinados por su propia mano. El cardenal escapó aturdido de aquel lugar y dio la orden de sellar todas las entradas con gruesos muros de piedra. El edificio fue clausurado y custodiado por la Iglesia quien hasta ahora no permite que se derrumben los muros de piedra. Algunas noches, cuando los hombres incautos se acercan demasiado a aquel lugar, se escuchan los gemidos de placer de una pareja que copula en pecado eternamente desde las entrañas de la tierra.



Jorge López García
"El Malevólico"


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