lunes, 16 de junio de 2014

Agonía


Tomaré mi vaso
y la leche de mis labios limpiaré,
mis sueños esperan
en el mundo interno;
aquél donde jugaba de pequeño,
donde soñaba siendo reflejo
de mis emociones infantiles,
de mis pasiones juveniles
y un poco más en años nuevos

Dejaré una luz

que me defienda de las sombras,
que no se extinga;
de pronto me asusta el fin,
ver la cera consumida
y los olores a nardos.

Necesito a mi madre,

quisiera ver a mi padre
y mi familia lejana,
si pudieran acompañarme,
porque moriré solo
en un lecho frío
que huele a cementerio.

Quisiera un vaso de vino

aquél que me prometiste
cuando te recibí en mi camino



Jorge López García

"El Malevólico"





domingo, 15 de junio de 2014

Brindis del recuerdo






Vuela el alma
en la cóncava noche
 sin que nadie lo note
se desprende en silencio,
buscando refugio,
necesitando consuelo,
sollozando como pordiosero
se vuelca pidiendo
un poco de sustento.

Se mueve intermitente
sobre las tibias aguas
de un espejo sin luna;
lánguida su luz propia
y perdida la orientación
de su fe y esperanza.
Aquella flor que deshojada
por las ilusiones forjadas,
delira una existencia vana
aferrada a un cúmulo de raíces
en la superficie inerte
de su inexplicable existencia.

Atravesando el tamiz
en horas perdidas,
se enreda sin sentido
en el fulgor de una estrella fugaz,
dibuja la alegría vagamente,
pretendiendo con la punta
de los dedos, tocar.

Qué tan fríos los inviernos
y cruentos los alborotos
de la serpenteante primavera.
La lluvia y el calor remueven
cicatrices y espinas olvidadas,
Será que hoy vuelven a mí
como viejos corceles a galope
cruzando las colinas del recuerdo.

En ligado latido sin ataduras
como chispeantes luces
tras un velo negro,
lentamente se presentan
como agitado demonio,
estrujando el ser,
mísero de mi,
impalpable aire
que a veces me falta.

Si pudiera extender el alma,
limpiar sus huellas profundas
y dejar secando al sol su virtud;
me tendería al viento del norte
en la paz del descanso eterno.
En cambio, hoy padezco de ti,
triste recuerdo de la soledad,
abrigo de la ilusión de antaño:
en la fragua preparas tu filo
y en mi pecho se hunden los clavos.


Fusionado por:
Karla Estrada y Jorge López



Dioses de Guerra (1a parte)


“El arte de la guerra es como el filo de la espada que se asienta con la carne y el hueso. El arte lo conciben los vencedores, no así los sobrevivientes, porque no es lo mismo contar lo sucedido que hacer historia. El filo lo preparan los guerreros; mentes o máquinas que tienen un sólo motivo en la vida: terminar con la misma en los cuerpos del enemigo. Quien esto cuenta, sólo es un testigo manchado de sangre propia y de los indignos. No importa el reino, los comandantes ni las razones; el día de la batalla, sólo existen dos tipos de personas: los que asesinan y los que fallecen. Y sólo puede haber dos frentes: el enemigo y tú.”

***

La madrugada nunca fue más terrible que aquella sucia y maloliente primera vez que la encontré; ella vestía de negro, como el ángel que noches antes observé fuera de mis aposentos. Un ángel siniestro y bello, de oscura cabellera y silueta indefinida, pero no era ella, nunca fue la misma. Los hombres decían; murmuraban detrás de las tiendas y entre las filas que la aguardaban antes de su arribo al campamento: “Ella nos llevará a la muerte tan pronto entre en el campo de batalla… Qué puede saber una mujer sobre la guerra… Si no fuera quien es, yo mismo la mataba en cuanto bajara de su caballo…”

Los altos mandos descendieron de la montaña cuando entró el alba. Hay quienes juran que hay un pacto con los dioses para presentarse ante ellos antes de cualquier batalla en el valle, y siempre que sea así, obtendrán una victoria aplastante. Yo creía que los dioses no participaban en las guerras de los hombres, pero sí las permitían e incluso las procuraban para que su existencia perdurara. ¡Qué equivocado me encontraba! Los dioses nacen en medio de la sangre que se derrama y su poder lo determina la furia acumulada de todos los guerreros que participan. Sin embargo, esta batalla no era como cualquier otra en el valle ni en el mundo de los hombres.

Existía un pacto. Un trato que se hizo a cambio de la vida de los guerreros de ambos pueblos. En el convenio, la batalla sería real, pero los presentes sólo eran ovejas traídas al matadero. Ella lo sabía y también fue la razón de su viaje a la montaña. Sin embargo, no eran los dioses que todos adoraban, los que se encontraban detrás de tal arreglo. Una presencia maligna se podía percibir entre las hogueras del campamento y los bosques cercanos a la montaña. Nadie quería admitirlo, pero el miedo se había infiltrado en el fondo de los corazones. Todos querían salir de aquel lugar y también tenían miedo de hacerlo. Al fin, ella bajó de su caballo y sonrió a sus hombres más cercanos. Una guardia extraña la acompañaba, no eran los mismos que partieron en su viaje de ida. Los siete escoltas se veían más altos y más fuertes; vestían cascos completos y su armadura tenía una apariencia pesada; cubierta en las articulaciones, lo que hacía pensar que eran lentos y tal vez torpes. Sus armas estaban bien ocultas bajo sus mantos oscuros y en términos generales, no se podía calcular su fuerza para la batalla.

—¡Capitán! –dijo la reina Alhambra y todos enmudecieron en espera de sus ordenes– Para cuando se termine este pequeño reloj de arena, quiero que todos los hombres hayan tomado sus posiciones y que esperen a mi señal para avanzar.

—Entendido mi señora. Debo preguntarle cuál será la estrategia para comenzar a formar las tropas.

—¿Estrategia? –Alhambra sonrió con descaro y se tomó su tiempo para mirar al hombre que esperaba sus ordenes– Sólo dile a todos los hombres que no habrá prisioneros en esta ocasión. Y quiero que armes a cada uno de los que puedan combatir: mujeres, niños; aún a los médicos y la gente que nos abastece el campamento. Todos deben estar formados para atacar cuando les indique.

El capitán dudó y su miedo casi le cuesta la vida.

—¿Mi reina, usted cree que podamos perder la batalla?

Alhambra tomó su cuchillo por debajo de la ropa y atravesó la garganta del capitán, haciendo que la hoja de metal cortara la piel y la lengua por debajo de la boca. El grito de dolor fue acallado por la sangre que comenzó a brotar profusamente. Ella gritó:

—Nunca vuelvas a mencionar esa palabra en mi presencia. La derrota no es posible en esta batalla, y no quedará un solo hombre con vida en las filas enemigas que pueda pronunciarla. Ellos buscarán exactamente lo mismo, así que cúbrete la cara y ve con tus armas al frente. Ya no puedes dar órdenes, sólo tienes qué seguirlas. –la reina sacó el cuchillo de la cara del capitán y se dirigió  a su primer teniente– ¡Tú, ve con la infantería y diles que quiero a todos formados para un ataque directo y sin piedad, ahora eres el nuevo capitán.

El desprecio de todos los guerreros hacia su persona se acrecentó como nunca antes, pero también lo hizo el miedo y éste era más fuerte que cualquier espada que pudiera tomar la vida de la reina. Los guerreros maldijimos su presencia y con eso, sin sospecharlo, sellamos el pacto y entregamos nuestra alma. Ella lo sabía, por eso nos mostraba su maldita sonrisa.

Las líneas enemigas estaban formadas hacía rato, la mañana en el valle era soleada y las grandes colinas permitían tener un panorama de ambos ejércitos, se podía contemplar el grueso total de los batallones. Mi posición no era la habitual, siendo arquero, era de los últimos en llegar a la lucha cuerpo a cuerpo, pero en esta ocasión, por órdenes de la reina, mi arco permanecería en su funda y la espada que mi abuelo me entregara, probaría la sangre mucho antes que una de mis flechas pudiera asomar el metal de su punta. El olor que provenía de las filas de infantería era un hedor terrible de miedo y orín de los más jóvenes que entrarían a su primera batalla. Eso me molestaba demasiado, pues no se podía confiar en ellos durante el primer choque de fuerzas, pero era la voluntad de la reina y así saldríamos a encontrarnos con la muerte.

La infantería avanzó sin una sola palabra de aliento, los comandantes simplemente dieron la orden y permanecieron como segunda escolta de la reina, por delante de aquellos extraños guerreros. Los veteranos hicieron su trabajo, se cargaron de furia y comenzaron a correr para chocar primero y atravesar las filas enemigas, pero ya cerca la línea, se detuvieron desconcertados de lo que contemplaban sus ojos. Cientos o tal vez miles de mujeres y niños, estaban al frente del ejército enemigo; todos temblaban y muchos más lloraban suplicando que les permitieran irse. A pocos metros de distancia, los ejércitos se detuvieron en absoluto. La escena ocurrió en cámara lenta para cualquiera que lo pudo presenciar. El deseo de detenerse se hizo presente como una gran ola de paz que buscaba evitar la guerra y las consecuencias de derramar sangre sobre el valle en esa mañana. Los niños llorando en la tierra detuvieron hasta al más duro de los guerreros; era un insulto enfrentarlos con gente común del pueblo. Las mujeres se arrodillaron y algunas más dieron vuelta para salir corriendo. Y justo en el momento en que las armas de mis compañeros apuntaron al suelo, fue que nos dimos cuenta del fuerte olor a alquitrán que despedía la tierra detrás de nosotros y aquellas personas. Soy un arquero, sabía lo siguiente que ocurriría, pero romper las filas sólo traería más confusión a los guerreros. No me importó demasiado y salí corriendo junto con mis hombres por uno de los extremos, la mirada atónita de quienes nos veían pasar frente a sus escudos, se dirigió hacía la locura y algunos simplemente me siguieron sin saber qué es lo que hacía. Entonces todos lo escucharon y supieron de su suerte.

Una ola gigante de luces iluminó por unos instantes el cielo del valle, se dirigían a la parte trasera de nuestras filas y aunque muchos hombres comprendieron la trampa en la que habían caído, no pudieron conseguir avanzar sobre las mujeres que les hacían frente. Los que lo intentaron, bajaron sus armas para que la gente no se asustara y les permitiera el paso, pero era tan grande el miedo, que algunos niños simplemente atacaron sorprendiendo a los guerreros que cayeron presas del miedo a morir en manos de aquellas personas.

Faltaban sólo unos pasos para poder salir de la línea de choque, cuando las flechas incandescentes lanzadas por el enemigo, prendieron la tierra detrás de nosotros y a los hombres que ahí se encontraban. Al ver el fuego, y sin pensarlo más tiempo, nuestros hombres avanzaron sobre el enemigo sin importar ya de quien se trataba. Entonces vino el segundo ataque de los arqueros, pero no sobre nuestras filas, ellos apuntaron a sus primeras líneas, atrapando a nuestros hombres y su gente en medio del infierno de las llamas. Mis hombres y algunos más que nos siguieron, escapamos por el costado derecho, pero nos enfrentamos directamente a la caballería enemiga. Uno a uno caían los nuestros, entre los casos y las espadas que cortaban cabezas en la carrera. Cada carga de los caballos y mis hombres se reducían a la mitad. Apenas quedaron ocho cuando tomamos algunos de los cuerpos incendiados y los esparcimos para evitar que los caballos entraran a voluntad sobre nosotros. Hicimos trincheras de carne prendida. El hedor era insoportable, pero nos mantuvo con vida hasta que nuestra caballería pudo atravesar la línea de fuego y se dirigió directa sobre el enemigo.

Esto no era una batalla normal. El desprecio por las causas de los comandantes, me hizo ignorar las señales que desde la noche anterior nos querían prevenir. Nadie saldría vivo de esta batalla, eso lo comprendí al ver a la infantería enemiga, recibir a nuestros hombres sin ninguna estrategia y menos que eso, sin lanzas largas para frenar a los caballos. Mis ojos buscaban una explicación por todas partes: en la sangre de los caídos, en el fuego y la mirada de mis enemigos, y sólo la encontré al voltear hacía la colina donde permanecía Alhambra. Esa maldita sonrisa parecía más marcada que de costumbre. Estaba disfrutando la masacre como si se tratase de un regalo para sí misma. Ella siempre lo supo, ella misma nos entregó a la muerte.

Mis hombres y yo recuperamos caballos enemigos, pues nuestro coraje era tan grande que no nos dejaríamos matar fácilmente. Los últimos nueve que quedábamos vimos en la sonrisa de Alhambra la traición que nos derrotaría. Ahora iríamos por ella para que muriera con nosotros, esa mañana. La batalla se quedó detrás de los caballos y el humo de la carne quemada se disipó durante unos segundos. Entonces volví a mirar las alas del ángel que cubrieron el horizonte para que el sol no me cegara, me salvó la vida, pues en cuanto el ángel desplegó sus alas, una flecha travesó el aire con apenas unos segundos de ventaja para evadirla. Mi suerte no favoreció a Tocc, el más joven de mis hombres, que permanecía a mi espalda y el cual recibió la flecha en el ojo izquierdo. Al caer su caballo se lo llevó arrastrando rumbo al río desapareciendo tras los árboles. Quedaban siete de mis hombres y siete de la guardia de Alhambra, uno para cada quien y su cabeza para ser cortada por mi espada, pero apenas guardaron sus arcos, dos hombres de Alhambra cabalgaron a nuestro encuentro. Antes de chocar de frente, uno de los guardias desmontó y se preparó para recibir la embestida, pero el caballo colapsó antes de que pudiera alcanzarlo y yo salí volando al piso dónde una piedra me partió el casco y me dejó aturdido por unos segundos.

El tiempo fue suficiente para ver a algunos de mis hombres morir a manos de aquellas dos criaturas que estaban muy lejos de ser simples humanos. Uno a uno y luego todos juntos cargaron contra los guardias de Alhambra, pero en todas ocasiones fueron rechazados, y en cada intento de cortar sus cabezas, uno de mis hombres salía herido o perdía alguna de sus armas. El cansancio los derrotó antes de que doblegaran su deseo de pelear, y fue en ese momento que los guardias sacaron sus armas: espadas gruesas y colosales que aparecieron por debajo de los mantos, parecían pesadas, pero en manos de aquellas criaturas su peso no era mayor al de un cuchillo. Atlas, mi segundo, fue el primero en sentir el filo de las hojas negras, su brazo izquierdo se desprendió al probar su filo y después su pierna, pero antes de caer, alcanzó a retirar una de las máscaras que portaban. Los rostros de esos guardias no eran humanos ni de bestias, eran pulcros e inmaculados, casi perfectos y de belleza superior a la de las doncellas en los templos de los dioses. No se podía distinguir una señal de su género, eran como los ángeles de los que creen en el Dios único, pero si eran ellos mismos, ¿qué hacían en tierra de paganos? ¿Cómo es posible que estuvieran aquí para asesinarnos?

Humanos, ángeles o demonios; realmente no importaba lo que eran, todos pagarían por la vida de mis hombres. Blandí de nuevo la espada y retomé mi lugar en la batalla, la hoja de metal ardía por mi furia y buscaba probar la sangre divina, aunque eso mismo me trajera la mayor desgracia, y así fue… Así lo anticipé. Barca, el más ágil de mis hombres se las arreglaba para evitar las gruesas espadas que buscaban incansablemente su cuello. Su cuerpo estaba mal herido, pero su voluntad y valor eran más grandes que el de cualquiera que he conocido. Barca me encontró y se plantó a mi derecha, dónde cada ataque se volvería tres veces más poderoso con su presencia. El guardia sin máscara se abalanzó sobre nosotros y su fuerza era como la de diez hombres, pero olvidó algo que es crucial: mis hombres valen lo de cinco en cualquier batalla y en este momento, la lucha no parecía tan desigual. No perderíamos el tiempo en dañar su armadura ni en encontrar los puntos débiles de su posición, nuestro ataque fue directo al rostro, y si había un poco de soberbia en aquel guerrero, la furia de ver su imagen cortada, pagaría nuestra humillación. Dos cortes cerca de su pecho y después vino un ataque por la espalda que no pudo prevenir por la rapidez de Barca; de pronto el cansancio no parecía tanto y la adrenalina nos mantenía golpeando y girando a su alrededor para confundirlo con nuestros ataques. Entonces mi espada se clavó en el orificio medio de su casco. Su rosto quedó partido por la mitad y un grito de horror escapó de su garganta sangrante. Alhambra y lo guardias se volvieron hacia nosotros. El otro guerrero ya había matado al resto de mis hombres, pero incrédulo de los hechos, se acercó con demasiada confianza. De nuevo Barca comenzó el asedio. Mi papel era darle tiempo para retirarse y aguantar la pesada espada que nos acometía. Los mantos que portaban los guardias de Alhambra no se movían fácilmente con el viento, eso nos  decía que tenían un peso mayor, el mismo que utilizamos para desequilibrar al enemigo; evitar el alcance de su espada y tirar del manto que permitía al otro hombre volver a la carga. Después de unos interminables segundos, el guardia que nos enfrentaba colapsó y fue la espada de Barca la que acalló su grito de muerte.


El viento de esa mañana arrastró el olor a carne quemada por todo el valle y el frío que bajó de la montaña nos recorrió la espalda por unos segundos antes de sentir las puntas de flecha entrando en varias partes de nuestros cuerpos; miré a Barca y su brazo se alcanzó a levantar para prevenir que nuestros verdugos ya nos habían alcanzado; al voltear la mirada hacia donde su mano apuntaba, el martillo de un guardia me rompió el pecho en cientos de pedazos. La sangre me inundó los pulmones y en un segundo el ahogamiento superó al dolor del golpe, pero esa no fue mi muerte. Alhambra me alcanzó con vida y mientras aún la observaba con el mayor de los desprecios, su mano desnuda me arrancó el corazón aún palpitante. Mis ojos contemplaron como lo devoraba hasta perderme en la oscuridad. Sin embargo, esa sólo fue la primera vez que fallecí, antes de volver del infierno.


Jorge López García
"El Malevólico"



jueves, 10 de abril de 2014

Bizarro

Preso en las mazmorras de un viejo edificio de edad antigua, se esconde el hombre que una vez fue el más agraciado de Dios; devoto y fiel servidor: la fe personificada, tan ilustre como los apóstoles y también igual de ingenuo. Su nombre: Bizarro Golgota Caladrín. Su pecado: servir al dios equivocado.

Eran tiempos de guerras, las manos de los hombres se ensuciaban con excrementos de provincianas y se lavaban con sangre pagana. La ley divina se prodigaba en los feudos a manos llenas, expiando por una pequeña cantidad de porquería dorada. Y allí estaba ella, Belingia, la más hermosa flor de pantano que hubo perfumado las fosas pecaminosas de Bizarro. Los nobles carecían de su título en cuanto a la moral, pero lo aprovechaban para penetrar entre las piernas de sus súbditos. Las mieles que Belingia frotó en el orgullo de Bizarro, lo devolvieron de su camino hacia las cortes celestiales. Fueron noches y días completos en que los hedores se mezclaron con el festín frenético instalado en los aposentos del noble. Nadie opinaba sobre la conducta del amo, ni siquiera lo veían como algo extraño, hasta que un día, la puerta de la habitación principal amaneció destrozada.

Los sirvientes buscaron con temor dentro de los aposentos y lo que hallaron fue el cuerpo carcomido de Belingia, Expuesto al estupor de los presentes que miraban atónitos la escena forzada a permanecer en el techo. El cuerpo desollado de Belingia estaba clavado a la madera con gruesos clavos de fierro. El tinte de su sangre teñía casi toda la superficie superior de la habitación y una leyenda incomprensible se hallaba escrita en las paredes con una tintura marrón que al entender de los sirvientes, era mierda de alguno de los ausentes, porque aunque los restos de Belingia se encontraban en la habitación, no se podía considerar más como una persona.

Seis días pasaron sin que hubiera rastro de Bizarro, y en la madrugada del séptimo día, la primera luz del alba que se introdujo a la casa en desgracia, se posó en los ojos de un muerto viviente. El amo había vuelto. Ningún guardia o sirviente lo escuchó entrar; sin embargo, complaciente con el sueño, descansaba sobre la cama donde días antes copulara a placer con la fallecida. Y abrió sus ojos y encontró sus pertenencias hurtadas por la guardia de la Iglesia, que fueron a testificar lo que los sirvientes juraban había sido obra del inicuo. La furia de Bizarro culminó las desventuras de las mujeres que le vieron en primera instancia. Azotadas por un muerto vuelto a la vida y aterrorizadas de terminar desolladas, los gritos de piedad y oración al altísimo, despertaron a los guardias que aprehendieron a su amo y lo entregaron a la misericordia del Señor. La Inquisición lo recibió con laureles de victoria.

Deliciosas y sádicas torturas (para los inquisidores), se probaron en la carne del perro más fiel de Roma. Su hombría la perdió poco después de que le leyeran las acusaciones, pero no tuvo necesidad de usarla en los días que le precedieron. La confusión lo sobrecogió al entrar en las oscuras catacumbas que aún lo contienen. Y así permanece; oculto a los ojos de los infieles que lo acompañan, porque no fue sentenciado a la horca ni a ninguna otra muerte para salvar su alma. El cardenal que lo interrogó, justificó todos sus procedimientos el séptimo día en que Bizarro fue sometido.

Tres hombres presenciaron el milagro, el exorcismo y el asesinato. El cardenal en persona asistió para conducir las obligaciones; pidió que Bizarro fuera amarrado a una mesa grande de madera, con sus genitales calcinados para que no se desangrara y cada dedo de su cuerpo, molido por las primeras instancias a seguir. Aún así, el hombre de Dios, exigía una explicación para tal vejación e infamia: en nombre de Dios y por su gracia —clamaba. Entonces escuchó aquella voz que lo cimbró y soltó de sus amarras:

—Es tu Señor el que lo manda, haz con los infieles, lo mismo que hiciste con tu hermana, estando en celo.

No sólo Bizarro escuchó aquellas palabras, cada oído en las penumbras de las mazmorras se estremeció al recibir el mandato. El cardenal tomó su crucifijo en mano y lo clavó en el pecho de Bizarro.

—¡Sal de este cuerpo Satanás —gritó el cardenal—, es Dios quien te lo manda!

Las lumbreras se apagaron, y desde las tinieblas emergieron gritos profanos de cerdos mancillados; se azotaban en las paredes de los sótanos y arrastraban todo a su paso como una estampida horrorizada por lo que caminaba entre ellos. Después todo lo cubrió el silencio, y el cardenal que estaba petrificado, sintió una presencia por detrás que lo rodeaba con gruesos brazos cubiertos de vello. Se escuchó la voz de Bizarro, pero con un olor fétido como la supura de un enfermo. El noble dijo:

—Belingia era el nombre de mi hermana, pero yo no sabía que ella lo era hasta la séptima vez que le sangré las piernas. Cada día que lo hicimos encerrados en mi casa, me volvía más agresivo sin que pudiera contener el deseo de poseerla. Ella me confesó que era hija de mi padre y entonces la quise ahorcar, porque no soportaba la idea de que ella fuera de mi sangre. La maldije a gritos y vi su rostro palidecer por la presión de mis manos, pero ella no murió en paz y regresó para castigarme; Sin embargo, padre, no volvió sola.

El cardenal entendió lo que sucedía y quiso actuar como su santo oficio le exigía, pero sus intentos fueron vanos, porque la mano con la que sostenía el crucifijo, era tan pecadora como la parte más vil de Bizarro, aquella que se hundió para hurgar en las entrañas de Belingia de forma antinatural. Se le reconoce el intento y le valió el milagro de su desdicha, porque permanecería vivo para contar esta historia maldita.

—No debe suplicar clemencia, padre. —una voz distinta a la del noble se escapó de la misma boca—. Aún no vengo por usted. Tengo trabajo pendiente y estoy en un asunto que me satisface en este momento.

El padre respondió en un acto de valentía:

—Tú, maldito. ¿Qué has hecho con esta pobre alma?

—No me juzgue, padre. Yo sólo acudí para complacer sus deseos. El muy bastardo la asesinó antes de que yo llegara, lo demás sólo fue un simple juego. Pero me divertí mucho, sabe: fue gracioso verlo correr por todo el techo queriendo escapar de ella. Lo hice comer de su cuerpo, creyendo que así se desharía de su crimen. Sin embargo, yo no soy quien hace las reglas. Y este bastardo ya tenía una cuenta muy larga, pero no tanto como la de usted…

La voz se esfumó dejando su eco maldito en la mente del cardenal. La locura no le tuvo piedad y lo dejó cuerdo para ver el cuerpo desvanecido de Bizarro, aún amarrado a la mesa, y todos los ayudantes asesinados por su propia mano. El cardenal escapó aturdido de aquel lugar y dio la orden de sellar todas las entradas con gruesos muros de piedra. El edificio fue clausurado y custodiado por la Iglesia quien hasta ahora no permite que se derrumben los muros de piedra. Algunas noches, cuando los hombres incautos se acercan demasiado a aquel lugar, se escuchan los gemidos de placer de una pareja que copula en pecado eternamente desde las entrañas de la tierra.



Jorge López García
"El Malevólico"


viernes, 4 de abril de 2014

La envidia...

La suerte no se presentó a la cuna del pequeño Martín en su llegada a este mundo. Su familia era demasiado pobre y un descuido en el embarazo de su madre, hizo que naciera con un brazo más corto que el otro; por esa razón, aquellos que debían protegerle y velar por su vida, hacían escarnio de su defecto hasta el grado de negar su parentesco. Desde niño lo obligaron a trabajar para apoyar la economía de la casa, así que Martín recorrió las calles pidiendo limosna para ayudar a sus “hermanos enfermos”; inexistentes al principio, porque su padre falleció de una borrachera, unos meses después de que naciera. Más tarde su madre se volvió a juntar con otro hombre y tuvo tres hijos más. Los medios hermanos tuvieron mejor suerte, al menos contaban con comida caliente, vestido y calzado nuevo; todos fueron a una escuela mientras que el pequeño Martín se conformaba con las sobras, lo que conseguía de la caridad y un techo dónde pasar la noche. Martín creció deseando el amor y apoyo de unos padres, sentirse protegido y un integrante más de la familia. Él no entendía bien lo que sentía, pero un profundo resentimiento por sus hermanos, crecía con el paso de los años.

A la edad de catorce años se fue a trabajar a una fábrica de cacerolas, donde perdió el brazo que le funcionaba bien y debido a que Martín era menor de edad y estaba trabajando sin permiso, los dueños de la empresa no le pagaron una indemnización o pensión por el accidente; tan sólo le auxiliaron con los primeros gastos del hospital donde le atendieron y después negaron toda relación con el muchacho. La tragedia de Martín ablandó el corazón de los padres, quienes decidieron hacer sus días un poco más fáciles, y sus hermanos se dedicaron a buscar su agrado con esmero, pero en el corazón de Martín, algo más fuerte que su voluntad germinó como maleza en un campo de flores.

El tiempo transcurrió y la vida en la familia de Martín se llenó de conflictos; la mayoría fueron gestados por él mismo, cuando aprovechaba su situación para motivar la culpa de alguno de los padres y obtener así un beneficio ante sus hermanos. El día en que su hermano Héctor celebró su matrimonio, Martín cayó de las escaleras al comienzo de la recepción; nadie supo cómo fue que tropezó, pero sus padres le acompañaron al hospital para coser el descalabro, y orar porque nada peor le hubiese pasado.

Un par de años después, Saúl el segundo hermano más joven, concluyó sus estudios para ingresar a la universidad y estudiar la carrera de médico cirujano, y poco antes de que fuera aceptado en la facultad de medicina, Martín fue atendido de emergencia por una inflamación de la vesícula biliar y su posterior perforación. Los padres de Martín ocuparon, en los gastos médicos, parte del dinero destinado a la educación de Saúl; esto lo obligó a trabajar en horarios nocturnos para poder terminar la escuela.

La vida después de esto fue más tranquila para Martín; al menos por un tiempo, hasta que Javier, el último de sus hermanos, les notificó que se marcharía al país vecino del norte, a buscar suerte y fortuna. La noticia esbozó una sonrisa en el rostro de Martín, quien apoyó desde un principio las intenciones de su hermano. Los padres de Martín se sentían afligidos por el destino de su hijo menor, así que intentaron convencerlo de desistir, pero el muchacho les apartó diciendo que era una decisión tomada y que no debían preocuparse, pues gracias a un amigo, contaba con un lugar para llegar y compañía en el viaje, además de una visa de estudiante que el director de su escuela le estaba ayudando a tramitar en la embajada, y que sólo necesitaba su apoyo para continuar con su destino.

Los padres de Javier no tuvieron más opción que bendecir a su hijo y dejarle partir, pues su esfuerzo lo estaba llevando por un camino que ellos no podían costear. La noticia completa llenó el corazón de Martín con sentimientos encontrados, porque él suponía que su hermano saldría de su casa con sólo la ropa que llevaba puesta y una oración para encontrar un lugar donde sobrevivir, y en cambio, Javier tenía una gran oportunidad frente a sus pasos que no podía desperdiciar.

Todas las noches que le quedaban a Javier en casa, Martín las pasó en vela, ensimismado en sus pensamientos sobre la vida desdichada a la que estaba sujeto. Él hubiera deseado tener la oportunidad de irse de la casa a temprana edad para ser alguien en la vida, al igual que todos sus hermanos lo estaban logrando; sin embargo, estaba sujeto a la caridad de su familia porque en ningún lugar era aceptado. Culpó a su madre de haberse embarazado de un alcohólico y a sus hermanos de restregarle en la cara su felicidad y fortuna… Y entonces llegó el día.

Martín se empecinó en despedir a su hermano antes de abordar el avión, y junto con el resto de la familia, llegaron a la estación del tren que los llevaría al aeropuerto. La mamá de Martín no podía disfrazar el pesar que le provocaba la partida de su pequeño, así que lo abrazaba y atosigaba de besos cada vez que podía. Esto enfureció a Martín a tal grado, que su mente perturbada se olvidó de toda consecuencia y frente a todos los presentes se abalanzó en contra de su hermano para hacerle caer a las vías, justo antes de que arribara el tren. Javier era el más ágil de los hermanos y evitó fácilmente a Martín, quien no pudo asirlo por la falta de brazos, pero al evitarlo, su madre quedó frente al paso de Martín y juntos fueron arroyados por el tren que no pudo detener su paso.

Adriana era el nombre de la mamá de Martín, ella falleció cuando las ruedas del tren la decapitaron. A su hijo, la parca le perdono la vida, mas no así el resto de su familia, quienes lo abandonaron en el hospital donde fue llevado después del incidente. Martín perdió las dos piernas y pasó sus últimos días mendigando en las calles de la ciudad. Dormía en albergues y a veces en algunos parques y puertas de comercios, hasta que un día, mientras pedía limosna en una calle del centro de la ciudad, observó cómo varias personas asistieron a un hombre ciego que intentaba cruzar la calle, y creyendo que ese hombre recibía más atención que él, tomó una punta de metal que cargaba para defenderse y se sacó los ojos, pero desafortunadamente Martín no soportó la pérdida de sangre y falleció a mitad de la acera. Así terminó sus días, con sentimiento que lo gobernó durante toda su vida.


Jorge López García
"El Malevólico"


sábado, 29 de marzo de 2014

Dulce Horrors



La primera helada del invierno se delataba en las mejillas enrojecidas de la hermosa Dulce. Era de noche y su jornada de trabajo había terminado. Al despedirse de sus compañeros, el hecho no pasó desapercibido para Lidia, su mejor amiga.

—¿Estás segura de que no quieres que te llevemos a tu casa? –preguntó Lidia.

El novio de Lidia esperaba en un viejo sedán blanco; su actitud no era la más amable, y la antipatía con Dulce era mutua, por lo cual ella no dudó en declinar la invitación.

—Descuida, estaré bien. Necesito estar un rato a solas y creo que caminar me hará bien.

—Entiendo, pero cuídate mucho, no quiero que pesques un resfriado y mañana nos contagies a todos –Lidia sonrió y se subió al coche.

El camino a la casa de Dulce no era largo; si acaso, poco más de un kilómetro; sin embargo, sí era algo desolado y poco seguro. Las orillas de la ciudad nunca están bien iluminadas y las penumbras de los terrenos no construidos, dificultan el paso. Aún así, Dulce caminó tranquilamente sobre la carretera hasta la gasolinera donde compraría algunas cosas para la casa. La tienda de paso no era muy grande, los pasillos angostos estaban reducidos al paso de una sola persona y la mercancía colgaba hasta del último espacio que hubiera en las paredes, y en algunas partes, hasta del techo. El turno nocturno ya había comenzado y Miguel (el encargado), ya se encontraba detrás de la caja revisando sus cuentas.

—¿Cuantas veces por noche revisas la caja, Miguel? –preguntó Dulce.

—Todas las necesarias. No me gusta robarle a los clientes para cubrir mis faltantes, así que prefiero mantener todo en orden.

—No exageres, si de noche sólo estás tú. La única forma de que te falte dinero es que entren a robar y bueno... En ese caso ya no hay nada que hacer.

Miguel se perdió en sus pensamientos mientras escuchaba la voz de Dulce. Hacia meses que estaba enamorado de ella, pero al confesarselo, lo único que consiguió fue convertirse en su mejor amigo. Pese al rechazo, Miguel siguió tratando de convencerla para que aceptara salir con él, en cada oportunidad que se le presentaba. 

—¿Qué vas a hacer este viernes? –preguntó Miguel.

Antes que Dulce pudiera contestar, se escuchó la campana de la puerta y de la oscuridad de la calle, ingresaron dos tipos mal encarados que se dirigieron directamente al mostrador.

—Dame unos Delicados (cigarros) y un Cuervo (tequila) de tres cuartos –dijo el mayor de los recién llegados.

Era noche de caza para los hermanos Zamora, y Rubén (el hermano mayor), se deleitaba la vista con el pantalón ajustado de Dulce. Un chasquido fue suficiente para prevenir a René (el otro hermano) quien se adelantó a encender el auto.

—Me hacen falta cinco pesos –dijo Rubén para probar las agallas del encargado–, ¿no hay problema, verdad?

Miguel temía que si protestaba por el abuso, las pérdidas físicas y de dinero, serían mayores, y tampoco estaba a gusto con la idea de parecer un cobarde frente a Dulce; la indecisión lo hizo sudar, pero antes de que pudiera decir una palabra, Dulce se adelantó.

—Serían veinticinco pesos más con el refresco y las mentas que se llevó tu compañero, pero si dejas los cigarros quedan a mano –dijo Dulce sin titubear.

Rubén apenas pudo contener las ganas de ahorcar a Dulce; su mirada iracunda la retaba a que dijera una palabra más para descargar toda la rabia que sentía. En cambio, ella evadió los ojos de Rubén y astutamente miró a la cámara de seguridad que mostraba su ojo vigilante con la luz roja encendida. El hombre volteó hacia la pantalla que los mostraba en el video y decidió esperar por una mejor oportunidad. Con una sonrisa nerviosa abrió los cigarrillos, tomó uno y después de encenderlo, aventó la cajetilla sobre el pecho de Miguel y dijo:

—No te importará regalarme un cigarro, ¿verdad?

Miguel estaba avergonzado; sólo hizo una mueca para que Rubén se fuera de la tienda, pero lo que consiguió fue que su cliente lo pusiera en evidencia al amenazar a Dulce:

—Tienes más pelotas que está basura, y voy a disfrutar mucho cuando te vea hablar frente a las mías... –dijo Rubén y salió de la tienda.

Dulce sacó un par de billetes para pagar sus viandas y tratando de restar importancia al incidente, retomó la propuesta que tenía pendiente.

—Este viernes pasarán un documental sobre lobos en la TV; si quieres venir a casa, lo podemos ver juntos.

Aunque la intención era buena, el resultado fue inevitable.

—Será mejor que no vaya –dijo Miguel tratando de evadir la mirada de Dulce–, tu casa aún está lejos y si me asaltan en el camino, no estarás ahí para defenderme.

Después de abandonar la tienda, Dulce caminó tratando de olvidar el incidente, pero la actitud de los hombres se le hacía tan aberrante que no conseguía dejar atrás el tema. Miguel era el caso de mayor problema, pues aunque no le interesaba como pareja, había llegado a estimarlo como su amigo.

"Al diablo con todos" –pensó Dulce mientas cruzaba el puente sobre el canal de aguas negras–. "Es por eso que no soporto seguir viviendo en esta estúpida ciudad. Mañana mismo renuncio y me largo de aquí".

Las luces del viejo Valiant de René, se encendieron al mismo tiempo que el menor de los Zamora pisó el acelerador a fondo. El coche estaba escondido detrás de un remolque por lo que Dulce no lo reconoció al pasar junto a él; sin embargo, ahora era más claro de quién se trataba, por lo que comenzó a correr como si el mismo diablo la persiguiera. El instinto la condujo hacia el bosque que separa su casa del resto de la ciudad. Al final del puente había una caseta abandonada y junto a ella, unos fierros apilados que le podían servir para defenderse. Tomó uno y retomó la carrera, pero un puñetazo directo a la cara la mandó al piso dejándola desorientada.

La risa burlona de Rubén hacia eco por los alrededores, y después se acompañó por la de René quién estacionó el coche junto a la caseta.

—¿Ahora ya no te sientes tan lista, verdad? –gritó Rubén. 

Con una patada de Rubén en la cara de Dulce, comenzó la venganza de los Zamora. El ridículo no estaba permitido para sus personas y lo que sucedió en la tienda frente a Miguel, fue suficiente para desatar la ira de ambos. Dulce se quedó sin habla, aunque aún estaba consciente y con fuerza para tratar de perderse en el bosque.

—¿Dónde vas pequeña zorra? –gritó René y corrió tras ella para alcanzarla unos metros más adelante.

Dulce cayó boca abajo, con el peso de René encima y las manos de su atacante rompiendo el pantalón y su ropa interior; la práctica lo había vuelto rápido, pero algo en su víctima no era como en las otras violaciones. Dulce no gritaba, sólo intentaba defenderse golpeando el rostro de René, y lo hacia bien; tanto, que fue necesario que Rubén le recordara la patada con otra de igual fuerza, esta vez en el estómago. Dulce se quedó sin aire y sólo podía arrastrarse y retorcerse del dolor.

—¡Eso es justo lo que quiero, perra! –dijo Rubén con la emoción de un niño que se ha sacado un premio en la feria–. Intenta ponerte en pie; así voy a disfrutar más cuando te parta los huesos y ese lindo trasero que le presumías al tarado de la tienda.

René se acercó y dijo:

—¡Aquí tengo algo grande que te va a...

Él no pudo terminar la frase porque una criatura parecida a un perro grande, le saltó encima; derribándole y tratando de morder su cuello. Rubén cortó el cartucho de la pistola que portaba y no se detuvo al disparar sobre la criatura hasta que se vació el cargador. Y de nuevo volvió a cargar su arma para asegurarse de que la bestia no estuviera viva, pero su hermano lo detuvo pidiendo auxilio. El brazo izquierdo de René había desaparecido desde la altura del codo y perdía sangre rápidamente. 

Los hermanos salieron corriendo hasta el auto mientras la criatura se retorcía por el impacto de las balas. Dulce se puso en pie y se acercó a la masa peluda que gruñía con fuerza para verla de cerca. En poco tiempo la criatura se recuperó y al ponerse en pie, superó por más de treinta centímetros la estatura de ella. En total media un metro con noventa centímetros, y al final del cuerpo, remataba una cabeza grande, de hocico delgado y repleto de filosos dientes que lograron arrancar el brazo del violador, sin problema. Un licántropo u hombre lobo, había salvado a Dulce de la violación y de una muerte segura o quizás su aparición era el mayor problema.

La retirada de los hermanos fue inmediata, pero el camino fue el equivocado. Creyendo que el lycan había muerto, Rubén sólo se preocupó por atender a su hermano en algún hospital; el más cercano estaba a veinte minutos hacia el centro de la ciudad, por lo que tomó la ruta del puente. Dio la vuelta con el coche y perdió tiempo valioso que el lycan aprovechó para ir tras ellos. 

—!No! –gritó Dulce y cerró los ojos al ver quedo. la criatura corría hacia ella. En su carrera, el lycan sólo pasó por un costado de ella, alborotando el viento que le recordó su desnudez.

La persecución no duró mucho tiempo; a mitad del puente, el lycan alcanzó a los hermanos y los golpeó de costado para volcarlos sobre el asfalto, pero la fuerza no fue suficiente para conseguirlo, por lo que se podía deducir que se trataba de un lycan joven; sin embargo, la llanta izquierda se estropeó e hizo que Rubén perdiera el control. El Valiant se estrelló un par de veces sobre la barra de contención, y una tercera vez lo hizo en un punto que ya estaba afectado, por lo que la barra cedió y el auto calló al agua sin que el lycan pudiera asirlo con sus garras.

Un fuerte rugido de frustración de escuchó por los alrededores mientras la corriente de las aguas se llevaba a los hermanos, atrapados en el Valiant.

—Ay, ya cállate! –gritó Dulce desde la caseta del puente.

El lycan se dio la vuelta y comenzó a caminar lentamente hasta quedar frente a ella. Su respiración, aún agitada, liberaba un viento fuerte que sacudía el cabello de Dulce. Ya no estaba desnuda; en su mano derecha cargaba una maleta, donde sacó un pantalón y una playera. Después de aventar las prendas en la cara del lycan dijo:

—¡Eres un tonto! ¿Cuántas veces tengo que repetir, que primero debes atacar a los que estén más lejos de mí? ¿Y qué fue eso de perseguirlos como perro rabioso? –En medida que la reprimenda aumentaba, el lycan regresaba a su estado humano, su apariencia era la de un adolescente, varios años más joven que Dulce. –Esa rabieta se pudo haber escuchado hasta la gasolinera, ¿acaso nos quieres ver disecados en algún laboratorio?

—Ellos estaban escapando e igual nos hubieran delatado– argumentó el lycan a su favor–. Aún puedo ir a sacarlos, no deben estar muy lejos.

—¿Bromeas? Después de caer ahí yo no los comería nunca –dijo Dulce y se cubrió las orejas para tranquilizarse–. Está bien, dejemos esto ya; vamos a casa, Dani.

El hermano menor de Dulce se sintió avergonzado, pues había fallado por tercera vez, al salir a cazar junto a su protectora. Dulce no era lycan; sus "aptitudes" iban más allá de las de un hombre lobo, pero había adoptado al pequeño desde hace algunos años; él era su hermanito cachorro.

—¿Y ahora qué va a pasar con la comida? –Preguntó Dani un tanto temeroso de la respuesta.

—¿Tú que crees?

—¿Otra vez policía congelado? –dijo Dani haciendo una rabieta–. No me gusta, está lleno de grasa. ¿Por qué casi todos los polis que cazamos, están así?

—Porque sólo cazamos a los malos, Dani. Y es común que los más corruptos reflejen en su persona lo que son. No te quejes, el acosador de la semana pasada estaba fornido y sin rastro de drogas. Ya encontraremos otro así.

—¿Cuándo hermanita?

—Pronto... Muy pronto.


Jorge López García
"El Malevólico"


Los derechos de la foto pertenecen a Dulce Horrors.

lunes, 17 de marzo de 2014

Luna y Máti...



Corría el mes de Octubre, y los vientos funestos del próximo invierno se acercaban a la cúspide de las montañas que rodean el valle. Las caras blancas de sus cimas se reflejaban argentas sobre la superficie del lago. La luna, oronda y acogida por la tranquilidad de la noche, se embelesaba del paisaje y de su propia figura rozando las orillas de las aguas. Nunca antes deseó ir más allá de la superficie líquida, pero en esta noche, se encontraba impronta sobre la tierra húmeda, una huella impropia del paraje. Una criatura que no caminó antes por el lugar, dejó la marca de su paso rumbo a la espesura del bosque. La huella del pie desnudo de un hombre, hizo volar la imaginación del cuerpo celeste, porque desde que contempló su creación, nunca había visto a un humano de cerca. Siempre los contempló a lo lejos en sus nacimientos, en sus apresuradas vidas y en sus muertes solitarias. Y por todos esos años como testigo, la curiosidad sobre lo que eran, la sobrecogió en una mortal desobediencia.

El agua bañó los surcos de la huella con una ola inusual que obedeció la voluntad de la luna, como lo hace la marea de los grandes mares. La caricia apresuró la transformación y sobre los pasos del hombre, caminó una hermosa mujer desnuda de piel pálida, cabellera escarlata y figura venusina. La belleza más pura se encarnó debajo de una piel para ir al encuentro de su anhelo milenario. Los árboles le calzaron con sandalias hechas de raíces y distintas criaturas tejieron para ella, finos vestidos que la cobijaron del sereno. La penumbra se apoderó repentinamente de la tierra, y para no abandonar a las criaturas a la oscuridad absoluta, la aurora boreal iluminó el bosque y principalmente el sendero por donde "Luna" dio sus primeros pasos.

No muy lejos del lago, en un claro pronunciado; un montículo de piedras labradas se alzaban como refugio para pernoctar con seguridad. La luz pálida de la fogata dentro de la casa, se escapaba de las gruesas paredes, iluminando los alrededores y delineando las figuras de los árboles más cercanos. Dentro del refugio, un hombre joven atizaba las brazas para mantener el fuego. Su cuerpo forjado y robusto, reposaba inerte con la mirada perdida entre las llamas que serpenteaban retadoras hacia el cielo.

Tú eres "hombre", el último que fue creado, el heredero. dijo Luna, en pie desde la puerta.

Los ojos del hombre se abrieron desorbitados ante la aparición. Su razón se debatía entre la negación y el deseo de que aquella hermosa mujer fuera real. ¿Qué hacía una mujer así en aquél lugar?

¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? ¿Qué o a quién estas buscando? preguntó el hombre.

Soy Luna, la centinela de tu especie y de toda la creación que les concierne. He venido a conocer al heredero de los antiguos, de los primeros y únicos.

Si no te conozco, ¿quién te habló de mí y por qué dijo cosas que no son ciertas?

Una brisa gélida cruzó el portal y se estampó sobre la hoguera que avivó su presencia y al mismo tiempo, permitió que el hombre embriagara sus ojos con el cuerpo de la deidad celeste. El frío lo hizo reaccionar ante su inesperada compañera que también lo observaba en silencio.

Pasa y calienta tus manos junto al fuego. Esta noche es fría, ya se avecina el invierno.

Luna se acercó al fuego, despacio, casi sin poder creer que su deseo se había realizado. Su cuerpo, a pesar de no ser completamente humano, experimentó la calidez de un sentimiento; una sensación única que le recorría desde los pies hasta la punta del último cabello. ¿Qué poder tan extraordinario poseía este hombre, que con unas pocas palabras había capturado su voluntad y de alguna forma, su cuerpo? Ella miraba sus labios y su pecho mientras sus manos temblaban conteniendo el deseo de palparlo.

Lamento decir que no soy quien buscas dijo el hombre. Los hombres de donde vengo, me llaman Máti y sólo he heredado soledad y pobreza. Por eso es que vine a este lejano lugar, esperando encontrar un poco de comida y paz. ¿Eres de alguna aldea cercana?

Esta es mi casa, el valle entre las montañas escarpadas; los restos del paraíso al que los tuyos renunciaron por capricho y que ahora pisas de nuevo. Has vuelto.

Máti no entendió una sola palabra de lo que decía Luna, pero a pesar de su ignorancia, había algo en ella que lo cimbró desde lo más profundo de su ser. El tiempo se detuvo entre sus miradas y el aliento de ambos fue uno, discorde a la llama que envidió el calor que de ellos emanaba. El espacio entre sus rostros se cerró providencialmente y concluyó en un beso. No, inició con un beso. Despertó el anhelo aún desconcertante para Luna y ansiado por Máti desde hace tiempo. La lujuria se apartó con sus tórridos romances y dejó paso a la sublime experiencia de la unión; la entrega. La piel y sus sugestivos pliegues; sus texturas matizadas en rojizas tonalidades, aumentaron su rubor al roce de las cavidades latentes y las caricias que ambos se prodigaron en una noche de segundos indefinidos y minutos milenarios. La gran muralla de piedra que se dibuja en el horizonte, retrasó la llegada del alba y les concedió un suspiro y su bondad. Se conocieron en el transcurso de la madrugada, poco antes que arribara a su lecho, el mensajero del día.

Levanta tu cuerpo de la tierra y vuelve al cielo, hija argéntea de mi Padre; hermana mía clamó una voz desde el portal de piedra. He venido a llevarte ante su presencia pues tu desobediencia no podrá ser ignorada. 

Máti se incorporó y por instinto escudó a Luna, imposibilitado para vislumbrar la presencia divina que los acechaba.

¿Quién eres y qué es lo que deseas? Sal donde te pueda ver dijo Máti con voz agitada.

El mensajero mostró su luz, pero no un cuerpo que Mátipudiera rechazar.

Estoy frente a ti, pero no me podrás contener, porque así lo ha querido mi Padre; porque así lo han conspirado los que te antecedieron.

Máti lanzó un golpe al aire y su frustración se desbocó en gritos que conjuraban la desaparición del mensajero. Luna esperó la caída de su caballero y al verlo postrado a sus pies, lo consoló entre su regazo y le dijo:

Es designio de la creación, que una deidad no se una a un hombre por ningún motivo, y yo falté con alevosía la voluntad que juré aceptar. Ahora me tengo qué marchar y mi presencia sobre los terrenos del hombre no podrá volver a ser de esta forma. Mi alma quedará enclaustrada entre las capas de la materia inerte del astro menor que atraviesa los cielos, pero este sentimiento que en nuestra comunión ha despertado, me brindará la luz y la paz para recordarte desde el destino que me espera.

¡Cómo puede un padre castigar así, la felicidad de sus hijos? gritó Máti con rabia amarga ¡Qué falta puede merecer la tortura de la soledad? !En qué forma lo ofendí para someterme a esta pérdida; este capricho de jugar con mi destino? 

Luna imploró tiempo al mensajero para sembrar un poco de consuelo en Máti, y con plena calma y ternura dijo:

Nuestras vidas transcurrían con una conformidad deshonesta, amalgamada durante años en tu vida y por milenios en la mía. Nuestro encuentro cambió el significado de nuestra existencia para siempre, y nos brindó libertad y amor. Sin embargo, un propósito mayor requiere nuestro sacrificio y completa dedicación, y es por el amor que ahora sentimos, que puede ser posible proseguir con nuestro camino. Tú debes vivir como un hombre, y yo, debo observar y salvaguardar la existencia de tu hogar. Nunca estaré sola porque llevo conmigo el amor que descubrimos en esta noche.

Un beso marcó la despedida de Luna que se encaminó al cielo azul de la mañana. Máti atravesó el portal y ya fuera del refugio, se pronunció  hacia el mensajero y cualquiera que escuchara más allá del espacio abierto. El hombre dijo:

Si es cierto que una falta grave se ha cometido, también espero una consecuencia para responder por mis actos. Yo ya no puedo caminar entre los humanos como uno de ellos; consciente estoy de lo que los demás ignoran y por su propio bien, no debo hablarles ni mirarlos, porque en mis ojos, el brillo de Luna estará al descubierto, y con ello su secreto. Te imploro que me dejes existir por las eras que le esperan a ella, como un vigilante más que no pueda hacer otra cosa que no sea tu voluntad, y si no es posible contenerme en la roca de algún cuerpo celeste, te suplico me albergues en la emoción y canto de las criaturas que en su voz eleven hacia el cielo el amor que por ella siento. Generación tras generación hasta el final de los tiempos.

Máti regresó al refugio de piedra y se escondió de toda luz que le pudiera recordar el arribo del mensajero que se llevó a su amada Luna. El día terminó y las siguientes dos noches, la oscuridad se apoderó del valle y de toda tierra donde la noche se presentaba. Sin embargo, la tercera noche desde el encuentro de los amantes, una inmensa luna se alzó por el cielo nocturno y cerca de la media noche, justo cuando Luna y Máti se conocieron, un lobo negro resurgió del refugio y después de subir al mismo, comenzó su canto y continuó así su destino.



Jorge López García
"El Malevólico"