lunes, 16 de junio de 2014

Agonía


Tomaré mi vaso
y la leche de mis labios limpiaré,
mis sueños esperan
en el mundo interno;
aquél donde jugaba de pequeño,
donde soñaba siendo reflejo
de mis emociones infantiles,
de mis pasiones juveniles
y un poco más en años nuevos

Dejaré una luz

que me defienda de las sombras,
que no se extinga;
de pronto me asusta el fin,
ver la cera consumida
y los olores a nardos.

Necesito a mi madre,

quisiera ver a mi padre
y mi familia lejana,
si pudieran acompañarme,
porque moriré solo
en un lecho frío
que huele a cementerio.

Quisiera un vaso de vino

aquél que me prometiste
cuando te recibí en mi camino



Jorge López García

"El Malevólico"





domingo, 15 de junio de 2014

Brindis del recuerdo






Vuela el alma
en la cóncava noche
 sin que nadie lo note
se desprende en silencio,
buscando refugio,
necesitando consuelo,
sollozando como pordiosero
se vuelca pidiendo
un poco de sustento.

Se mueve intermitente
sobre las tibias aguas
de un espejo sin luna;
lánguida su luz propia
y perdida la orientación
de su fe y esperanza.
Aquella flor que deshojada
por las ilusiones forjadas,
delira una existencia vana
aferrada a un cúmulo de raíces
en la superficie inerte
de su inexplicable existencia.

Atravesando el tamiz
en horas perdidas,
se enreda sin sentido
en el fulgor de una estrella fugaz,
dibuja la alegría vagamente,
pretendiendo con la punta
de los dedos, tocar.

Qué tan fríos los inviernos
y cruentos los alborotos
de la serpenteante primavera.
La lluvia y el calor remueven
cicatrices y espinas olvidadas,
Será que hoy vuelven a mí
como viejos corceles a galope
cruzando las colinas del recuerdo.

En ligado latido sin ataduras
como chispeantes luces
tras un velo negro,
lentamente se presentan
como agitado demonio,
estrujando el ser,
mísero de mi,
impalpable aire
que a veces me falta.

Si pudiera extender el alma,
limpiar sus huellas profundas
y dejar secando al sol su virtud;
me tendería al viento del norte
en la paz del descanso eterno.
En cambio, hoy padezco de ti,
triste recuerdo de la soledad,
abrigo de la ilusión de antaño:
en la fragua preparas tu filo
y en mi pecho se hunden los clavos.


Fusionado por:
Karla Estrada y Jorge López



Dioses de Guerra (1a parte)


“El arte de la guerra es como el filo de la espada que se asienta con la carne y el hueso. El arte lo conciben los vencedores, no así los sobrevivientes, porque no es lo mismo contar lo sucedido que hacer historia. El filo lo preparan los guerreros; mentes o máquinas que tienen un sólo motivo en la vida: terminar con la misma en los cuerpos del enemigo. Quien esto cuenta, sólo es un testigo manchado de sangre propia y de los indignos. No importa el reino, los comandantes ni las razones; el día de la batalla, sólo existen dos tipos de personas: los que asesinan y los que fallecen. Y sólo puede haber dos frentes: el enemigo y tú.”

***

La madrugada nunca fue más terrible que aquella sucia y maloliente primera vez que la encontré; ella vestía de negro, como el ángel que noches antes observé fuera de mis aposentos. Un ángel siniestro y bello, de oscura cabellera y silueta indefinida, pero no era ella, nunca fue la misma. Los hombres decían; murmuraban detrás de las tiendas y entre las filas que la aguardaban antes de su arribo al campamento: “Ella nos llevará a la muerte tan pronto entre en el campo de batalla… Qué puede saber una mujer sobre la guerra… Si no fuera quien es, yo mismo la mataba en cuanto bajara de su caballo…”

Los altos mandos descendieron de la montaña cuando entró el alba. Hay quienes juran que hay un pacto con los dioses para presentarse ante ellos antes de cualquier batalla en el valle, y siempre que sea así, obtendrán una victoria aplastante. Yo creía que los dioses no participaban en las guerras de los hombres, pero sí las permitían e incluso las procuraban para que su existencia perdurara. ¡Qué equivocado me encontraba! Los dioses nacen en medio de la sangre que se derrama y su poder lo determina la furia acumulada de todos los guerreros que participan. Sin embargo, esta batalla no era como cualquier otra en el valle ni en el mundo de los hombres.

Existía un pacto. Un trato que se hizo a cambio de la vida de los guerreros de ambos pueblos. En el convenio, la batalla sería real, pero los presentes sólo eran ovejas traídas al matadero. Ella lo sabía y también fue la razón de su viaje a la montaña. Sin embargo, no eran los dioses que todos adoraban, los que se encontraban detrás de tal arreglo. Una presencia maligna se podía percibir entre las hogueras del campamento y los bosques cercanos a la montaña. Nadie quería admitirlo, pero el miedo se había infiltrado en el fondo de los corazones. Todos querían salir de aquel lugar y también tenían miedo de hacerlo. Al fin, ella bajó de su caballo y sonrió a sus hombres más cercanos. Una guardia extraña la acompañaba, no eran los mismos que partieron en su viaje de ida. Los siete escoltas se veían más altos y más fuertes; vestían cascos completos y su armadura tenía una apariencia pesada; cubierta en las articulaciones, lo que hacía pensar que eran lentos y tal vez torpes. Sus armas estaban bien ocultas bajo sus mantos oscuros y en términos generales, no se podía calcular su fuerza para la batalla.

—¡Capitán! –dijo la reina Alhambra y todos enmudecieron en espera de sus ordenes– Para cuando se termine este pequeño reloj de arena, quiero que todos los hombres hayan tomado sus posiciones y que esperen a mi señal para avanzar.

—Entendido mi señora. Debo preguntarle cuál será la estrategia para comenzar a formar las tropas.

—¿Estrategia? –Alhambra sonrió con descaro y se tomó su tiempo para mirar al hombre que esperaba sus ordenes– Sólo dile a todos los hombres que no habrá prisioneros en esta ocasión. Y quiero que armes a cada uno de los que puedan combatir: mujeres, niños; aún a los médicos y la gente que nos abastece el campamento. Todos deben estar formados para atacar cuando les indique.

El capitán dudó y su miedo casi le cuesta la vida.

—¿Mi reina, usted cree que podamos perder la batalla?

Alhambra tomó su cuchillo por debajo de la ropa y atravesó la garganta del capitán, haciendo que la hoja de metal cortara la piel y la lengua por debajo de la boca. El grito de dolor fue acallado por la sangre que comenzó a brotar profusamente. Ella gritó:

—Nunca vuelvas a mencionar esa palabra en mi presencia. La derrota no es posible en esta batalla, y no quedará un solo hombre con vida en las filas enemigas que pueda pronunciarla. Ellos buscarán exactamente lo mismo, así que cúbrete la cara y ve con tus armas al frente. Ya no puedes dar órdenes, sólo tienes qué seguirlas. –la reina sacó el cuchillo de la cara del capitán y se dirigió  a su primer teniente– ¡Tú, ve con la infantería y diles que quiero a todos formados para un ataque directo y sin piedad, ahora eres el nuevo capitán.

El desprecio de todos los guerreros hacia su persona se acrecentó como nunca antes, pero también lo hizo el miedo y éste era más fuerte que cualquier espada que pudiera tomar la vida de la reina. Los guerreros maldijimos su presencia y con eso, sin sospecharlo, sellamos el pacto y entregamos nuestra alma. Ella lo sabía, por eso nos mostraba su maldita sonrisa.

Las líneas enemigas estaban formadas hacía rato, la mañana en el valle era soleada y las grandes colinas permitían tener un panorama de ambos ejércitos, se podía contemplar el grueso total de los batallones. Mi posición no era la habitual, siendo arquero, era de los últimos en llegar a la lucha cuerpo a cuerpo, pero en esta ocasión, por órdenes de la reina, mi arco permanecería en su funda y la espada que mi abuelo me entregara, probaría la sangre mucho antes que una de mis flechas pudiera asomar el metal de su punta. El olor que provenía de las filas de infantería era un hedor terrible de miedo y orín de los más jóvenes que entrarían a su primera batalla. Eso me molestaba demasiado, pues no se podía confiar en ellos durante el primer choque de fuerzas, pero era la voluntad de la reina y así saldríamos a encontrarnos con la muerte.

La infantería avanzó sin una sola palabra de aliento, los comandantes simplemente dieron la orden y permanecieron como segunda escolta de la reina, por delante de aquellos extraños guerreros. Los veteranos hicieron su trabajo, se cargaron de furia y comenzaron a correr para chocar primero y atravesar las filas enemigas, pero ya cerca la línea, se detuvieron desconcertados de lo que contemplaban sus ojos. Cientos o tal vez miles de mujeres y niños, estaban al frente del ejército enemigo; todos temblaban y muchos más lloraban suplicando que les permitieran irse. A pocos metros de distancia, los ejércitos se detuvieron en absoluto. La escena ocurrió en cámara lenta para cualquiera que lo pudo presenciar. El deseo de detenerse se hizo presente como una gran ola de paz que buscaba evitar la guerra y las consecuencias de derramar sangre sobre el valle en esa mañana. Los niños llorando en la tierra detuvieron hasta al más duro de los guerreros; era un insulto enfrentarlos con gente común del pueblo. Las mujeres se arrodillaron y algunas más dieron vuelta para salir corriendo. Y justo en el momento en que las armas de mis compañeros apuntaron al suelo, fue que nos dimos cuenta del fuerte olor a alquitrán que despedía la tierra detrás de nosotros y aquellas personas. Soy un arquero, sabía lo siguiente que ocurriría, pero romper las filas sólo traería más confusión a los guerreros. No me importó demasiado y salí corriendo junto con mis hombres por uno de los extremos, la mirada atónita de quienes nos veían pasar frente a sus escudos, se dirigió hacía la locura y algunos simplemente me siguieron sin saber qué es lo que hacía. Entonces todos lo escucharon y supieron de su suerte.

Una ola gigante de luces iluminó por unos instantes el cielo del valle, se dirigían a la parte trasera de nuestras filas y aunque muchos hombres comprendieron la trampa en la que habían caído, no pudieron conseguir avanzar sobre las mujeres que les hacían frente. Los que lo intentaron, bajaron sus armas para que la gente no se asustara y les permitiera el paso, pero era tan grande el miedo, que algunos niños simplemente atacaron sorprendiendo a los guerreros que cayeron presas del miedo a morir en manos de aquellas personas.

Faltaban sólo unos pasos para poder salir de la línea de choque, cuando las flechas incandescentes lanzadas por el enemigo, prendieron la tierra detrás de nosotros y a los hombres que ahí se encontraban. Al ver el fuego, y sin pensarlo más tiempo, nuestros hombres avanzaron sobre el enemigo sin importar ya de quien se trataba. Entonces vino el segundo ataque de los arqueros, pero no sobre nuestras filas, ellos apuntaron a sus primeras líneas, atrapando a nuestros hombres y su gente en medio del infierno de las llamas. Mis hombres y algunos más que nos siguieron, escapamos por el costado derecho, pero nos enfrentamos directamente a la caballería enemiga. Uno a uno caían los nuestros, entre los casos y las espadas que cortaban cabezas en la carrera. Cada carga de los caballos y mis hombres se reducían a la mitad. Apenas quedaron ocho cuando tomamos algunos de los cuerpos incendiados y los esparcimos para evitar que los caballos entraran a voluntad sobre nosotros. Hicimos trincheras de carne prendida. El hedor era insoportable, pero nos mantuvo con vida hasta que nuestra caballería pudo atravesar la línea de fuego y se dirigió directa sobre el enemigo.

Esto no era una batalla normal. El desprecio por las causas de los comandantes, me hizo ignorar las señales que desde la noche anterior nos querían prevenir. Nadie saldría vivo de esta batalla, eso lo comprendí al ver a la infantería enemiga, recibir a nuestros hombres sin ninguna estrategia y menos que eso, sin lanzas largas para frenar a los caballos. Mis ojos buscaban una explicación por todas partes: en la sangre de los caídos, en el fuego y la mirada de mis enemigos, y sólo la encontré al voltear hacía la colina donde permanecía Alhambra. Esa maldita sonrisa parecía más marcada que de costumbre. Estaba disfrutando la masacre como si se tratase de un regalo para sí misma. Ella siempre lo supo, ella misma nos entregó a la muerte.

Mis hombres y yo recuperamos caballos enemigos, pues nuestro coraje era tan grande que no nos dejaríamos matar fácilmente. Los últimos nueve que quedábamos vimos en la sonrisa de Alhambra la traición que nos derrotaría. Ahora iríamos por ella para que muriera con nosotros, esa mañana. La batalla se quedó detrás de los caballos y el humo de la carne quemada se disipó durante unos segundos. Entonces volví a mirar las alas del ángel que cubrieron el horizonte para que el sol no me cegara, me salvó la vida, pues en cuanto el ángel desplegó sus alas, una flecha travesó el aire con apenas unos segundos de ventaja para evadirla. Mi suerte no favoreció a Tocc, el más joven de mis hombres, que permanecía a mi espalda y el cual recibió la flecha en el ojo izquierdo. Al caer su caballo se lo llevó arrastrando rumbo al río desapareciendo tras los árboles. Quedaban siete de mis hombres y siete de la guardia de Alhambra, uno para cada quien y su cabeza para ser cortada por mi espada, pero apenas guardaron sus arcos, dos hombres de Alhambra cabalgaron a nuestro encuentro. Antes de chocar de frente, uno de los guardias desmontó y se preparó para recibir la embestida, pero el caballo colapsó antes de que pudiera alcanzarlo y yo salí volando al piso dónde una piedra me partió el casco y me dejó aturdido por unos segundos.

El tiempo fue suficiente para ver a algunos de mis hombres morir a manos de aquellas dos criaturas que estaban muy lejos de ser simples humanos. Uno a uno y luego todos juntos cargaron contra los guardias de Alhambra, pero en todas ocasiones fueron rechazados, y en cada intento de cortar sus cabezas, uno de mis hombres salía herido o perdía alguna de sus armas. El cansancio los derrotó antes de que doblegaran su deseo de pelear, y fue en ese momento que los guardias sacaron sus armas: espadas gruesas y colosales que aparecieron por debajo de los mantos, parecían pesadas, pero en manos de aquellas criaturas su peso no era mayor al de un cuchillo. Atlas, mi segundo, fue el primero en sentir el filo de las hojas negras, su brazo izquierdo se desprendió al probar su filo y después su pierna, pero antes de caer, alcanzó a retirar una de las máscaras que portaban. Los rostros de esos guardias no eran humanos ni de bestias, eran pulcros e inmaculados, casi perfectos y de belleza superior a la de las doncellas en los templos de los dioses. No se podía distinguir una señal de su género, eran como los ángeles de los que creen en el Dios único, pero si eran ellos mismos, ¿qué hacían en tierra de paganos? ¿Cómo es posible que estuvieran aquí para asesinarnos?

Humanos, ángeles o demonios; realmente no importaba lo que eran, todos pagarían por la vida de mis hombres. Blandí de nuevo la espada y retomé mi lugar en la batalla, la hoja de metal ardía por mi furia y buscaba probar la sangre divina, aunque eso mismo me trajera la mayor desgracia, y así fue… Así lo anticipé. Barca, el más ágil de mis hombres se las arreglaba para evitar las gruesas espadas que buscaban incansablemente su cuello. Su cuerpo estaba mal herido, pero su voluntad y valor eran más grandes que el de cualquiera que he conocido. Barca me encontró y se plantó a mi derecha, dónde cada ataque se volvería tres veces más poderoso con su presencia. El guardia sin máscara se abalanzó sobre nosotros y su fuerza era como la de diez hombres, pero olvidó algo que es crucial: mis hombres valen lo de cinco en cualquier batalla y en este momento, la lucha no parecía tan desigual. No perderíamos el tiempo en dañar su armadura ni en encontrar los puntos débiles de su posición, nuestro ataque fue directo al rostro, y si había un poco de soberbia en aquel guerrero, la furia de ver su imagen cortada, pagaría nuestra humillación. Dos cortes cerca de su pecho y después vino un ataque por la espalda que no pudo prevenir por la rapidez de Barca; de pronto el cansancio no parecía tanto y la adrenalina nos mantenía golpeando y girando a su alrededor para confundirlo con nuestros ataques. Entonces mi espada se clavó en el orificio medio de su casco. Su rosto quedó partido por la mitad y un grito de horror escapó de su garganta sangrante. Alhambra y lo guardias se volvieron hacia nosotros. El otro guerrero ya había matado al resto de mis hombres, pero incrédulo de los hechos, se acercó con demasiada confianza. De nuevo Barca comenzó el asedio. Mi papel era darle tiempo para retirarse y aguantar la pesada espada que nos acometía. Los mantos que portaban los guardias de Alhambra no se movían fácilmente con el viento, eso nos  decía que tenían un peso mayor, el mismo que utilizamos para desequilibrar al enemigo; evitar el alcance de su espada y tirar del manto que permitía al otro hombre volver a la carga. Después de unos interminables segundos, el guardia que nos enfrentaba colapsó y fue la espada de Barca la que acalló su grito de muerte.


El viento de esa mañana arrastró el olor a carne quemada por todo el valle y el frío que bajó de la montaña nos recorrió la espalda por unos segundos antes de sentir las puntas de flecha entrando en varias partes de nuestros cuerpos; miré a Barca y su brazo se alcanzó a levantar para prevenir que nuestros verdugos ya nos habían alcanzado; al voltear la mirada hacia donde su mano apuntaba, el martillo de un guardia me rompió el pecho en cientos de pedazos. La sangre me inundó los pulmones y en un segundo el ahogamiento superó al dolor del golpe, pero esa no fue mi muerte. Alhambra me alcanzó con vida y mientras aún la observaba con el mayor de los desprecios, su mano desnuda me arrancó el corazón aún palpitante. Mis ojos contemplaron como lo devoraba hasta perderme en la oscuridad. Sin embargo, esa sólo fue la primera vez que fallecí, antes de volver del infierno.


Jorge López García
"El Malevólico"



jueves, 10 de abril de 2014

Bizarro

Preso en las mazmorras de un viejo edificio de edad antigua, se esconde el hombre que una vez fue el más agraciado de Dios; devoto y fiel servidor: la fe personificada, tan ilustre como los apóstoles y también igual de ingenuo. Su nombre: Bizarro Golgota Caladrín. Su pecado: servir al dios equivocado.

Eran tiempos de guerras, las manos de los hombres se ensuciaban con excrementos de provincianas y se lavaban con sangre pagana. La ley divina se prodigaba en los feudos a manos llenas, expiando por una pequeña cantidad de porquería dorada. Y allí estaba ella, Belingia, la más hermosa flor de pantano que hubo perfumado las fosas pecaminosas de Bizarro. Los nobles carecían de su título en cuanto a la moral, pero lo aprovechaban para penetrar entre las piernas de sus súbditos. Las mieles que Belingia frotó en el orgullo de Bizarro, lo devolvieron de su camino hacia las cortes celestiales. Fueron noches y días completos en que los hedores se mezclaron con el festín frenético instalado en los aposentos del noble. Nadie opinaba sobre la conducta del amo, ni siquiera lo veían como algo extraño, hasta que un día, la puerta de la habitación principal amaneció destrozada.

Los sirvientes buscaron con temor dentro de los aposentos y lo que hallaron fue el cuerpo carcomido de Belingia, Expuesto al estupor de los presentes que miraban atónitos la escena forzada a permanecer en el techo. El cuerpo desollado de Belingia estaba clavado a la madera con gruesos clavos de fierro. El tinte de su sangre teñía casi toda la superficie superior de la habitación y una leyenda incomprensible se hallaba escrita en las paredes con una tintura marrón que al entender de los sirvientes, era mierda de alguno de los ausentes, porque aunque los restos de Belingia se encontraban en la habitación, no se podía considerar más como una persona.

Seis días pasaron sin que hubiera rastro de Bizarro, y en la madrugada del séptimo día, la primera luz del alba que se introdujo a la casa en desgracia, se posó en los ojos de un muerto viviente. El amo había vuelto. Ningún guardia o sirviente lo escuchó entrar; sin embargo, complaciente con el sueño, descansaba sobre la cama donde días antes copulara a placer con la fallecida. Y abrió sus ojos y encontró sus pertenencias hurtadas por la guardia de la Iglesia, que fueron a testificar lo que los sirvientes juraban había sido obra del inicuo. La furia de Bizarro culminó las desventuras de las mujeres que le vieron en primera instancia. Azotadas por un muerto vuelto a la vida y aterrorizadas de terminar desolladas, los gritos de piedad y oración al altísimo, despertaron a los guardias que aprehendieron a su amo y lo entregaron a la misericordia del Señor. La Inquisición lo recibió con laureles de victoria.

Deliciosas y sádicas torturas (para los inquisidores), se probaron en la carne del perro más fiel de Roma. Su hombría la perdió poco después de que le leyeran las acusaciones, pero no tuvo necesidad de usarla en los días que le precedieron. La confusión lo sobrecogió al entrar en las oscuras catacumbas que aún lo contienen. Y así permanece; oculto a los ojos de los infieles que lo acompañan, porque no fue sentenciado a la horca ni a ninguna otra muerte para salvar su alma. El cardenal que lo interrogó, justificó todos sus procedimientos el séptimo día en que Bizarro fue sometido.

Tres hombres presenciaron el milagro, el exorcismo y el asesinato. El cardenal en persona asistió para conducir las obligaciones; pidió que Bizarro fuera amarrado a una mesa grande de madera, con sus genitales calcinados para que no se desangrara y cada dedo de su cuerpo, molido por las primeras instancias a seguir. Aún así, el hombre de Dios, exigía una explicación para tal vejación e infamia: en nombre de Dios y por su gracia —clamaba. Entonces escuchó aquella voz que lo cimbró y soltó de sus amarras:

—Es tu Señor el que lo manda, haz con los infieles, lo mismo que hiciste con tu hermana, estando en celo.

No sólo Bizarro escuchó aquellas palabras, cada oído en las penumbras de las mazmorras se estremeció al recibir el mandato. El cardenal tomó su crucifijo en mano y lo clavó en el pecho de Bizarro.

—¡Sal de este cuerpo Satanás —gritó el cardenal—, es Dios quien te lo manda!

Las lumbreras se apagaron, y desde las tinieblas emergieron gritos profanos de cerdos mancillados; se azotaban en las paredes de los sótanos y arrastraban todo a su paso como una estampida horrorizada por lo que caminaba entre ellos. Después todo lo cubrió el silencio, y el cardenal que estaba petrificado, sintió una presencia por detrás que lo rodeaba con gruesos brazos cubiertos de vello. Se escuchó la voz de Bizarro, pero con un olor fétido como la supura de un enfermo. El noble dijo:

—Belingia era el nombre de mi hermana, pero yo no sabía que ella lo era hasta la séptima vez que le sangré las piernas. Cada día que lo hicimos encerrados en mi casa, me volvía más agresivo sin que pudiera contener el deseo de poseerla. Ella me confesó que era hija de mi padre y entonces la quise ahorcar, porque no soportaba la idea de que ella fuera de mi sangre. La maldije a gritos y vi su rostro palidecer por la presión de mis manos, pero ella no murió en paz y regresó para castigarme; Sin embargo, padre, no volvió sola.

El cardenal entendió lo que sucedía y quiso actuar como su santo oficio le exigía, pero sus intentos fueron vanos, porque la mano con la que sostenía el crucifijo, era tan pecadora como la parte más vil de Bizarro, aquella que se hundió para hurgar en las entrañas de Belingia de forma antinatural. Se le reconoce el intento y le valió el milagro de su desdicha, porque permanecería vivo para contar esta historia maldita.

—No debe suplicar clemencia, padre. —una voz distinta a la del noble se escapó de la misma boca—. Aún no vengo por usted. Tengo trabajo pendiente y estoy en un asunto que me satisface en este momento.

El padre respondió en un acto de valentía:

—Tú, maldito. ¿Qué has hecho con esta pobre alma?

—No me juzgue, padre. Yo sólo acudí para complacer sus deseos. El muy bastardo la asesinó antes de que yo llegara, lo demás sólo fue un simple juego. Pero me divertí mucho, sabe: fue gracioso verlo correr por todo el techo queriendo escapar de ella. Lo hice comer de su cuerpo, creyendo que así se desharía de su crimen. Sin embargo, yo no soy quien hace las reglas. Y este bastardo ya tenía una cuenta muy larga, pero no tanto como la de usted…

La voz se esfumó dejando su eco maldito en la mente del cardenal. La locura no le tuvo piedad y lo dejó cuerdo para ver el cuerpo desvanecido de Bizarro, aún amarrado a la mesa, y todos los ayudantes asesinados por su propia mano. El cardenal escapó aturdido de aquel lugar y dio la orden de sellar todas las entradas con gruesos muros de piedra. El edificio fue clausurado y custodiado por la Iglesia quien hasta ahora no permite que se derrumben los muros de piedra. Algunas noches, cuando los hombres incautos se acercan demasiado a aquel lugar, se escuchan los gemidos de placer de una pareja que copula en pecado eternamente desde las entrañas de la tierra.



Jorge López García
"El Malevólico"