Caminando
sobre las calles de Hamburgo, un caballero de porte distinguido, me aborda y
después de las presentaciones pertinentes, comenta:
—Es mi arribo a la ciudad, el motivo de una recepción para
los ciudadanos ilustres que aquí habitan. Mi deseo es rodearme de la nobleza y
alcurnia que pueda mostrarme las distintas bondades y placeres de la sociedad;
además de los posibles negocios que se puedan presentar. Y es usted, caballero
de fina estampa, según mi criterio, una persona de la que no puedo permitirme
prescindir. Le ofrezco mi tarjeta de presentación, y le espero con gusto a
partir de las 20:00 hrs.
Dicho esto el hombre se disculpó y continuó su camino. En
cualquier otra ocasión, hubiera tirado su tarjeta en cuanto me diera la vuelta,
pero el trato y las palabras de aquel hombre me despertaron el interés de
asistir a la cita, y justo a la hora mencionada, me presenté a la entrada de la
mansión.
Un sirviente me recibió y condujo al salón principal. La
riqueza del anfitrión y su gusto refinado, resaltaba en todas y cada una de las
pinturas, esculturas, muebles y acabados que adornaban los pasillos y salones
de la mansión o mejor dicho: palacio.
La recepción, por demás perfecta, contó con la presencia de
importantes personajes de la sociedad: empresarios, nobles, clérigos,
militares, políticos, intelectuales y jueces; incluso alcancé a reconocer a una
famosa cantante de ópera. Después de haber disfrutado de una cena exquisita, y
degustado de los vinos más caros del país, los invitados comenzaron a
retirarse, y yo hice lo mismo, pero antes de abandonar la mansión, me di a la
tarea de buscar al caballero que me había invitado para agradecerle.
Abandoné el salón principal y me dirigí a la terraza, pero
no le hallé. Lo mismo sucedió en la recepción y en varias estancias.
Desmotivado por aquella situación decidí retirarme, y a unos pasos de la
salida, el caballero me alcanzó y apartándome de los presentes, me dijo:
—¡Estimado caballero! Le ruego acepte mis más sinceras
disculpas por la falta de atención a su persona. No puedo justificar mis
errores, pero no miento al decir que la convocatoria fue tan exitosa, que
requirió de más atención de mi parte.
—No existe tal falta caballero!— le respondí —y si existiese
algún agravio que escapara a mi agradecimiento, queda saldado con la
generosidad del anfitrión.
El hombre me sonrió y conduciéndome de nuevo hacia el jardín
me dijo:
—Agradezco su favor, y para expresar el gusto que tengo por
su visita, quiero invitarle a una reunión privada con algunos amigos cercanos
que me gustaría presentarle.
—Siendo así… sería una descortesía no aceptar su invitación.
Dígame la fecha y hora, y ahí estaré.
—La reunión es ahora mismo en una casa que mandé a
construir, más allá de los jardines de la mansión.
Por un momento me intrigó el interés de aquel caballero en
mi persona, pues hasta hoy por la tarde éramos perfectos desconocidos.
—Entiendo si prefiere no acompañarnos. Ha sido un
atrevimiento de mi parte invitarle sin previo aviso; sin embargo, sólo se trata
de una ligera tertulia, algo muy informal y sólo entre amigos.
De nuevo las palabras de aquel hombre me convencieron y sin
demoras nos dirigimos a la casa junto al bosque.
—No se preocupe por su chofer, dejé instrucciones de que le
atiendan bien y le procuren un lugar para descansar mientras le aguarda.
Preferí no comentar que había llegado por caridad de un
compañero de trabajo. Pronto llegamos a la casa donde al parecer, la tertulia
había comenzado hace rato.
Dentro de la casa el ambiente era más parecido al de una
taberna cualquiera. El humo del tabaco cubría la sala y la mayoría de los
cuartos. Había botellas vacías por doquier, y algunas polkas y valses alegraban
la noche.
En el comedor de la casa, alrededor de una docena de
hombres, cantaban y chocaban sus tarros y copas, mientras bebían. A cada uno le
acompañaban una o dos mujeres de atributos prominentes y con muy poca ropa encima.
Entre risas, abrazos y caricias, los presentes disfrutaban con libertad de la
comida y la seductora compañía, cosa que no habían podido hacer en la
recepción.
Debido a que la mayoría de los invitados se habían despojado
de sus atuendos exteriores, y los dejaron por distintas partes de la casa, no
pude distinguir con certeza de quienes integraban la reunión, pero estoy seguro
que por lo menos había un clérigo, un representante del principal partido
político y varios generales del ejército.
Tratando de pasar inadvertido, me senté casi al final de la
mesa, y de inmediato una pelirroja de enormes senos, se sentó sobre mis piernas
y me besó profusamente. Sentí su lengua dentro de mi boca y su pecho excitado
sobre el mío, que no tardó en reaccionar.
Una hora más tarde, me encontraba mareado por el efecto del
vino y el humo de los puros que fumaban los generales. La pelirroja seguía
conmigo, pero ahora tenía su rostro entre mis piernas y mi virilidad en su
boca. Me sentí más que aturdido, y a mí alrededor se llevaba a cabo una orgía
desmedida, donde hombres y mujeres no se distinguían. Hasta el sacerdote que
parecía el más prudente, ya se había despojado de la sotana y se retorcía y
bufaba como animal mientras copulaba con una muchacha de apariencia infantil. Algunos
militares se olvidaron del género femenino y se entregaron a satisfacerse entre
ellos mismos, penetrándose con la brutalidad de las bestias.
La tertulia se había transformado en una degeneración de los
instintos que a cada minuto se trastornaba más, sin embargo, alguien de los presentes
se tomaba la molestia de seguir poniendo música para amenizar los gritos y
gemidos de placer o dolor de los presentes. De pronto, una melodía a ritmo de
vals se comenzó a escuchar y la pelirroja que ya estaba completamente desnuda,
se puso en pie para invitarme a bailar. Yo accedí más por reflejo que por
voluntad, y me despojé del resto de mi ropa para tomar a la mujer, y con mi
pene erecto rozando su vientre, comenzamos a danzar sin tomar en cuenta a los
demás.
En ese tiempo yo no sabía bailar, pero era tan grande el
deseo de poseer a aquella mujer, que comencé a moverme y a seguir a mi
compañera que giraba inalcanzable por los alrededores de la mesa. Excitado por
su sonrisa y su abultado pecho, me dejé llevar por la música que parecía no
tener fin, y hubiera seguido así, de no ser porque poco a poco me di cuenta que
los demás ya no copulaban, sino que ahora sólo observaban a nuestro alrededor,
y sus rostros ya no parecían de personas “normales”.
Los ojos de los invitados brillaban con un rojo intenso como
las llamas que se avivan en las hogueras. Hombres y mujeres por igual, tenían
garras en vez de manos y pesuñas en vez de pies. Eso incluía a mi compañera,
que ahora intentaba lamer mi rostro con su lengua bífida. Entonces me solté y
quise correr para escapar, pero dos de ellos me sujetaron fuertemente y me
pusieron sobre la mesa boca abajo. Hice todo lo posible por soltarme, pero su
fuerza parecía descomunal. En ese momento todos se quedaron callados, y de
afuera del comedor se sintió el retumbar de unos pasos de algo tan pesado, que
los vidrios de la vitrina frente a mí, temblaban a cada paso.
Inesperadamente, sentí la presión de algo duro y grueso en
medio de mis nalgas, y antes que pudiera imaginar cualquier cosa, la bestia me
penetró brutalmente, una y otra vez mientras los demás aplaudían y se
regocijaban de mi sufrimiento.
No sé cuánto tiempo duró dentro de mí, pero cuando hubo
terminado, sentí unas manos frías como las de un muerto, que acariciaban mis
nalgas y mi espalda con fuerza. Entonces escuché una voz que me hablaba al
oído; era la voz del caballero que me había invitado a la recepción, y me
decía:
—Mi estimado caballero; es un honor para mí darle la
bienvenida en este círculo de amigos, a tan distinguido personaje— dijo y se puso
en pie para continuar en voz alta —ahora compañeros; saluden todos a nuestro
nuevo integrante y futuro dirigente de la Alemania nazi: ¡Salve Adolf Hitler!
—¡Salve!
Jorge López García
"El Malevólico"
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